En tiempos de gasto desenfrenado, Colombia quiere ordenar la caja.
La pandemia generó un consenso inédito en el mundo: decenas de países aprobaron billonarios rescates de inyección de capital para rescatar sus economías sin importar el riesgo.
Pero el gobierno de Iván Duque parece ir en una dirección distinta: la semana pasada, el Ejecutivo radicó en el Congreso una reforma tributaria que busca mitigar los huecos fiscales y atender las dudas en los mercados por su capacidad de pago de deuda.
La reforma, que tendrá un arduo camino para ser aprobada y ya generó convocatorias de protesta, busca aumentar los impuestos, sobre todo, a los ingresos medios y altos y a algunos productos y servicios básicos. El recaudo se espera gastar principalmente en compromisos de deuda.
Aunque el Estado colombiano aumentó las transferencias sociales durante la pandemia —las cuales, por cierto, buscan ser permanentes con la reforma—, su inyección de capital para inversión y generación de empleo siguió un histórico apego a la mesura.
Según datos del Fondo Monetario Internacional, Colombia gastó un equivalente del 4,1% de su Producto Interno Bruto en medidas de rescate.
Brasil (8,8%), Chile (8,2%), Perú (7,3%) y Bolivia (5,1%) destinaron más presupuesto mientras que Argentina (3,9%) México (0,7%) y Ecuador (0,7%) invirtieron menos.
La reforma tributaria de Duque, quien insiste en llamarla Ley de Solidaridad Sostenible, sigue la línea tradicional de la política económica colombiana: priorizar la prudencia para dar confianza a los mercados y mantener cierta estabilidad.
«Es la política del nadadito de perro de la tecnocracia colombiana«, dice el economista Salomón Kalmanovitz, usando una expresión colombiana que describe un esfuerzo modesto y discreto, pero efectivo.
Economistas como él esperarían más ambición y creatividad en momentos de crisis. Pero otros, al contrario, favorecen la mesura e incluso piden una reducción presupuestal del Estado como la que propone Duque en su reforma.
Lo que pocos cuestionan es que Colombia, no importa por dónde se mire, tiene una de las políticas económicas más conservadoras —y por ello estables— de la región. Y su respuesta a la pandemia lo ha demostrado.
Colombia es, según el Banco Mundial, el segundo país más desigual de América Latina y el séptimo del mundo. Y para un amplio margen de economistas esto se debe a la falta de liberalismo —de competencia y apertura hacia el mundo— que caracteriza a su modelo y «desperdicia» su diversidad de recursos y el acceso a dos océanos.
«Es cierto que la protección favorece al productor nacional —añade García-García—, porque les genera una renta a productores nacionales y favorece a algunos trabajadores, pero tiene muchas consecuencias: hay empleos que no se crean, habría menos monopolios, la calidad de los productos es menos buena yhabría menos desigualdad porque los pequeños y medianos empresarios, que son la mayoría, podrían competir y adquirir buenos insumos».
La reforma tributaria de Duque no toca ninguno de estos aspectos de fondo: solo espera atender la emergencia de la pandemia y la deuda.
Muchos economistas coinciden en que es necesaria: «Si no la haces, vamos a quedar desfinanciados, sin acceso a mercados y teniendo que pagar la deuda muchísimo más cara de lo que está ahora», explica la economista Marcela Eslava.
Si se aprueba, la reforma mantendrá el modeloque prioriza la estabilidad, la confianza de los mercados y beneficia a los oligopolios que gozan de la protección: los azucareros, los polleros, los mineros y un largo pero exclusivo etcétera.
«Seguiremos teniendo una economía oligárquica«, añade Meisel. «Que da estabilidad, sí, pero defiende al centro andino, a los grandes empresarios, y promueve una desigualdad de oportunidades».